A María Eugenia Motilla Serrano
***
GÉNESIS
***
María Eugenia, ¿por qué has tardado tanto?...
Yo, viajero de treinta países, zapatos ajados y rostro
de comerciante, confesor ante la pluma y mártir de la imagen, te he buscado en
cada esquina de todas las ciudades, entre los farolillos rojos que hilan la
noche consumando el periplo de las luciérnagas, inspirando a los caballetes de
los artistas vulgares, recogidos ante un cuenco de sopa o ante una visión en
Francia, por ejemplo, nuestro pueblo de hierro, base de todo aquello que
apreciamos.
Nunca es tarde para amar, dicen, pero ya creía negado
mi destino.
Soledad, ¿a quién le debes tu suerte?... He saboreado
la estrepitosa magnitud del silencio. Gracias a él, he convertido las palabras
en oro, el sufrimiento en tiniebla, ¡el odio en espera!... Pero la conferencia
de los tristes que se añadían a mi mente ha resultado nociva para la vitalidad
que me otorgas, y ahora no puedo sino repudiar el sentido falsamente
transparente de esos individuos castrados, que sólo pueblan este mundo para
instalar en él una falsa algarabía, una muda sonata con la que es imposible
corresponderse, siquiera con señales o danzas de ultratumba.
Es casi una fantasía verte despertar sobre la cama
verde, tu tripa tersa como un puñado de harina, tus pestañas tras el dosel de
un pañuelo con arabescos, tus piernas de bailarina atadas a mis piernas de
mamífero, creando un puzzle continuo, un salvoconducto ideal para la esperanza
de saberse unido a alguien con la fuerza con la que irrumpe el rayo sobre el
girasol gigante, ¡oh cuerpo!, ¡oh trenza misteriosa hecha de labios y aire!...
Quiero que conozcas que para mí tú eres la razón más
importante para contrariar al contubernio de la multitud, la suprema ignorancia
y la ausencia de lírica en el hacer de la gente. A tu lado el universo es otro,
y la imaginación rebosa de canto como en la bañera de aquel filósofo, inundando
la casa, colocando el lavavajillas en el lugar del armario, la estantería en la
sombra del tocador, el acuario en la puerta, los peces dando la bienvenida a
nuestros invitados una cena de sábado.
Necesario
como el aroma del óleo o el rumor subterráneo de un parking abandonado, yo te
asumo, y jamás podre despreciarte. Tu idea explota de pura inteligencia,
energía de juventud anhelante, carisma y rabia, tienes veinticinco años, y me
has encontrado. ¿Cómo? Olvidando el peso de las líneas de tu mano.
***
Éramos
pocos y estábamos perdidos.
La noche nos confinaba en lugares hediondos casi a
diario, leíamos nuestros poemas y después nos bebíamos el Báltico. Existía,
entre estos grupos, un cierto halo oscuro, similar a las tardes de invierno,
donde apenas había una aprobación real de unos a otros, por emular las
cobardías, los falsos señuelos otorgados para cumplir con la odiosa tarea de la
comunicación y, sobremanera, la falta de verdadero talento, que provocaba, en
los que deseaban algo serio de la literatura, una náusea repentina, recuerdo de
la carne podrida. Pero apareciste, María Eugenia, apareciste con tu manto de
hierba y la suavidad del aire convocada en tu silueta, esbelta como una rama de
sauce y fuerte como el perfil de una orquídea.
Recuerda
cómo después de observarnos durante la lectura con la atención de dos
ventrílocuos, salimos a fumar a la calle ligera. Allí, empezamos a conversar y
situarnos, mirada fija de siete segundos sólo interrumpida por la venida de un
coche con faros violetas. Tú estabas prometida por otro, de otro era el cauce
de tu entereza. Bastó una madrugada para prometernos la felicidad y olvidar
todo lo que habíamos proyectado antes.
Este
primer encuentro torturó a mis nervios. Sentí que era posible otra vida más
alta y más profunda. Me increpaste plenamente. Mis vivencias hasta entonces me
resultaron planas y carentes de dirección. Yo necesitaba a alguien que me
esculpiera, alguien que diera sentido a mis actos. Así, nos citamos. En una
librería de un barrio odioso, nos mezclamos para vagar y disfrutar en torno a
aquello que nos alentaba. Acto seguido, bebimos vino ante una ventana, la
gloria estimulando a nuestros pulmones ociosos. Una copa de cristal se cayó al
suelo y nos reímos como dos niños. Después te regalé un sonajero de bronce,
obsequio de un patriarca maorí, ante una fuente histórica, mi pasión ardiendo
al contemplar tu voz entre las parejas.
Y con ese salto acabó la guerra psicológica.
***
Estamos en
el palacio, dentro de uno de esos laberintos donde duermen los mendigos
pensando en el calor de las cuatro. Hemos estado con unos arreglistas prosando
historietas de pura fauna, un bar burdeos con la chapa casi bajada. Uno de ellos
nos ha contado cómo se descolgó del telón en mitad de una obra, quedándose
colgado como una manzana, ante el estupor del público. Te han dado su teléfono,
como casi siempre, ante mi indignación, pero estamos en el palacio, acostados
en mitad de septiembre, la corteza del árbol rugosa como mis codos, tu cabeza
en mi clavícula, pieza con pieza, antes de quitarnos la ropa y asustar a las
palomas.
Me estás hablando sobre tu infancia. Me
dices que recuerdas el vinilo girar antes de jugar con tu perro. También
escuchas a tu madre musitar cierta jerga
científica. Ahora estás encerrada en tu cuarto, sin comer, sin hablar con
nadie, tocando el piano y pensando en viajar, en irte tan lejos como sea
posible, sola, con tu mochila y tu fuego portátil. Perderte en una metrópolis
antigua, recorrer un desierto y, sobre todas las cosas, el aire puro de la
montaña curtiendo tus mejillas, hasta que queden coloreadas como las de un
nativo. En tu mesa hay botellas de agua, dibujos hechos a lápiz, chicles, una
entrada de un concierto al que llevabas meses deseando ir. Detrás de ti están
tus patines, tu ropa de invierno y tu colección de sombreros. Como odias los
espejos, sólo tienes uno pequeño en el vértice de tu tragaluz, que usas para observarte
antes de ir cada mañana al colegio. Adoras a tu abuela, casi como adoras a tus
padres, sabes que no podrías entender la vida después de su muerte. Tu hermano,
en cambio, es géminis, común, diletante y, aunque le quieres, le regalas libros
que no lee. Pronto, te irás a otra ciudad, trabajarás en una panadería y
conocerás a personas que te harán ser más introvertida, más personal, más
especial y tuya de tu sangre. Y después empezarás a salir con un chico por el
que, hoy, en nuestro palacio, te pregunto, para que tú me digas que le has
olvidado y que es sólo de mí el futuro de tu idea.
***
Me acabas de colocar una cinta en los
ojos y siento que no dejo de dar vueltas.
Me enamoras
cada vez que das comienzo a una frase con la construcción “¿Te imaginas…?”, y
eso haces ahora, contarme batallas inventadas de camino a un lugar que
desconozco. Me gustaría estar observando las cornisas y las fachadas de estas
calles contigo, pero tengo el color negro profusamente instalado en las
pupilas. Basta tu mano para que comience una aventura, tu pulso engarzado al
mío como por la fuerza de una ley. Finalmente, después de quinientos segundos, te
detienes, me detienes, y entonces un aroma dulce como la contemplación del
trigo se apodera de mis cinco sentidos. Es un horno, me dices, un horno donde
hacen pan y napolitanas de crema y croissants por tres monedas, el mejor horno
del mundo. Yo, ojos chispeantes, me siento contigo a declinar ese horizonte de
gastronómicos espasmos, y llamamos a la puerta blindada, que no puede contener
la totalidad del gusto, ahora liberado únicamente para nuestro amor. Es tarde,
demasiado, nos dicen, y nos vamos con los brazos vacíos. Pero puedo decirte que
aún recuerdo esa marea mística recorrer mi cuerpo como una caricia. El mar
tiene su acento, extraordinario himno de obleas celestes, los espigones a veces
lo envuelven. Así estas callejuelas sin final, creando el azúcar un rastro
capaz de convocar al grueso de las criaturas.
De vuelta al corazón del barrio,
empezamos a examinar la cantidad de seres extraños que lo pueblan.
Durante la
noche, lo más normal es encontrarse de cara con futbolísticos cantos
pronunciados por hombres de magníficos chándales, mientras las mujeres se
pronuncian a través de lentejuelas y escotes. También llama la atención el
camión de bomberos, vociferando con su megáfono a través de la carretera, bajo
nuestro balcón. Debe de haber pirómanos de a cientos por aquí cerca, es cada
noche cuando aparece radiante con el brillo de sus escaleras plegables,
irrumpiendo en los sueños de los vecinos, hasta perpetrar homicidios y
asesinatos en masa cuando la alucinación era pulcra como un paño de lavandera.
Remata la jugada la comisaría de la plaza de atrás, donde el aparente aparato
de la justicia nunca duerme, rellenando formularios y dando parte de la fisionomía
de peligrosos drogadictos, huérfanos deicidas con débiles miembros.
Llegamos a
casa, y te pones a cantar.
La persiana
está rota desde hace semanas, la luz camina quebrada por la estancia. Tu
extensión, de puntillas sobre la silla, emociona a mis párpados nevados,
siempre fijos en tu boca, adorable armónica. Buscas en el ordenador canciones
de tu pasado, y te vistes con elegancia para entablar tu ritmo hacia el
infinito del tiempo. Con la línea de tus ojos fija en la pantalla, te revuelves
para contemplarme. Una nota se te escapa, provocando un gesto tierno en mi
rostro. El flexo te apunta, estás iluminada como el desastre. Mientras tanto,
miro la mesa repleta y pienso que es el reflejo absoluto de tu alma: un caos
organizado y rico sólo limitado por el extremo del espacio.
***
Si mi
presencia reclama la tuya no es por la avidez del principiante ni por la
necesidad de victoria, basada en una crónica de extensas carencias, sino por el
equilibrio de positividad y negatividad, que no había entendido hasta ahora.
Tus huesos
son a los míos como la carta girada a la frágil memoria. Imposible suplir tu
existencia: nadie más que tú merece ser feliz después de todo lo acontecido,
hechos que no me atrevo a narrar sólo por el miedo a que recuperes aquellas indignas
sensaciones. Porque te veo ahora, fuerte como un ángel caído, bromeando sobre
la histeria, hablando de cosmología, genética, filosofía, arte, música: ¡esta
eres tú!... Merecemos la vida en tanto en cuanto la hemos sufrido. De este
modo, a mí te muestras como una persona íntegra cuyas vivencias poseen un
poderoso valor, similar al cetro que distingue a los reyes. Cuando podemos
decir cosas de nosotros mismos es siempre gracias al arma arrojadiza de la
experiencia. Sin ella, nuestro aparato mental se conmueve ante el aburrimiento,
cae en la indistinción y el valor muere, hasta ser susceptibles de confundirnos
con otros. ¡La de veces que he visto a uno ser otro y a otro ser uno!...
No me
hables, por eso, de la muerte. Sólo de pensar en esta fanfarria sin el atisbo
de tu porqué, me caigo, me destrozo, paso a ser de nadie en una sola centésima.
Tú conmigo y yo contigo superaremos el pretendido momento del fin, a través del
coraje y la memoria. No dejaremos que nada de lo que vivamos pase desapercibido
al corazón de los otros. Sí, tendrás que soportar que te señalen con el dedo y
que a mí me llamen por mil nombres, que en mi mirada a veces se encienda un
color pesado como el abismo porque te siento lejos, y tendrás que preocuparte,
también, cuando me encuentres vinculado a tus miedos día tras noche, entonando
canciones que iré preparando sobre la marcha.
Parecemos
dos, pero somos uno. Hay veces, lo
habrás notado, en las que me siento capaz de terminar, por ti, tus frases,
llorar lo que no has llorado e introducirme en tu orgasmo hasta hacerlo mío
enteramente. Pero prefiero dejarte planear y que te sientas libre, libre como
la campana después de ser agitada, libre como el planeta rodeado de anillos,
libre como una página en blanco una mañana de luna llena.
***
Siempre me hablas de tus viajes como si
fueran tesoros.
Tendrías que
verte modulando las vocales cuerdas hasta alcanzar la elegancia cada vez que
entras a contar anécdotas de Irlanda, Marruecos, los Alpes, tú con tu
cantimplora blanca y tus rastas girando en torno a la cintura, niña de ojos
grandes como huesos de aguacates tiernos. Acuérdate de ese pueblo donde te
sentías desplazada, hombres altos como volcanes cubiertos por chaquetas negras
y piedras cayendo contra tu tejado por ser extranjera, de los humildes pero
encantadores riads donde fumabas tabaco al peso antes de salir a caminar
extenuada entre ráfagas de aire caliente, de los calambres en los pies al quitarte
las botas después de nueve horas de nieve, parando únicamente a comer en el
estómago de una cabaña y a beber agua para seguir adelante, lo que te hubiera
gustado provocar un alud, peligrosa como eres. Y Bangladesh, donde vagaste como
una funámbula alrededor de toda la frontera, entre mercados de colores
chillones traducidos en especias y gatos callejeros con ojos azules. Todo esto
has hecho, pero he venido aquí a hablarte de nuestros viajes.
Estamos en
el avión de camino a París, nerviosos como siempre ante el instante del
despegue. De tu pelo cuelga enredada una biografía gigante y yo me ocupo de la
guía de viaje que compramos en aquel bazar que estaba en cuesta, y cuyo dependiente,
con maneras de verdadero feriante, nos estuvo narrando batallas acerca de las
editoriales y sus contenidos, regidos según no sé qué tipo de política.
Llegamos. El solo paseo entre las columnatas del aeropuerto hasta encontrar el
tren de camino al centro nos subyuga, ya nos sentimos lejos y somos felices por
ello. Nada más llegar a la estación del norte, cogemos el desvío al que ya
consideramos nuestro barrio. Con un sol entre nubes rojas y un frío
concomitante a nuestras primeras vibraciones, vacilamos entre palabras
cómplices al movernos entre inmigrantes curtidos, colocados a las puertas de
los locutorios con miradas rígidas, nuestra cámara escondida bajo la camiseta.
Nuestra habitación en Rue Bervic tiene cuatro camas de gomaespuma y un baño
siniestro. Salimos a pasear, excitados. Nos atamos los cordones de los zapatos
entre lágrimas: puro rito simbólico. Y salimos a las calles de Montmartre a
volar entre el aceite de las panaderías, hundirnos en la espesura de un parque
rodeado de guitarras y realizar fotografías inolvidables, comiendo queso en un
mercado antes de devorar las Tullerías con el corazón y ver el anochecer en el
Arco del Triunfo, ártico viento que hacía imposible el fuego de los
cigarrillos. Después vendrían los paseos bajo la noria comiendo castañas, las
librerías de a ciento y el vino acariciando nuestros paladares entre música
jazz y bromas sobre el Parnaso, Pigalle, el surrealismo de las prostitutas y la
alarma en el cementerio, que se cruzó a eso de las ocho ante la escalinata
gitana y la cómica plaza de pintores silvestres. Y recuerda aquel japonés suculento,
nuestras doctas servilletas y el bar en el que duramos cuatro minutos, siempre
en nosotros la salvaje esencia de los interludios, para perder el vuelo de
vuelta por encontrarme con un conocido entre las sillas después de una
madrugada de mármol, para viajar quince horas a bordo de un barato autobús
desde el que nos despedimos tristes pero condenados, tan inmortales como
inmorales, nuestra fábula ya realizada a nuestras espaldas.
Ahora te veo
haciendo el equipaje para ir a Cantabria. Es toda una fiesta verte desplegar
tus utensilios sobre el suelo para irlos colocando dentro de la mochila por
categorías, según tus preferencias. Una vez terminada, y siendo aún de
madrugada, cogemos el metro a la estación de transporte, donde nos esperan
nuestros dos asientos de seis horas. Al poco, después de un trayecto de ensueño
a través del caleidoscopio del paisaje y la conversación hilarante, alcanzamos
la bahía, donde las pequeñas barcas flotan o se encallan según los astros.
Hacemos el camino a casa atravesando las sidrerías, los mesones y la heladería
fulgurante. Ya en nuestra pequeña morada, te deshaces de libertad y placer ante
la cocina con adoquines amarillos, pero hace un día deslumbrante y no tardamos
en dejar las cosas apiladas al borde de la cama para irnos al pueblo, al mar y
a los senderos de rubíes escondidos bajo los carteles trazados. Subimos a la
iglesia antigua y adoramos el horizonte desde sus piernas malévolas, nos
acostamos sobre la hierba ante una laguna con salamandras negras, jugamos a los
dardos en un tugurio de mal agüero y corremos por la playa entre el viento
picante una vez la noche ha traído su negro eficiente. A la mañana próxima,
desayunamos pan con tomate y chocolate con churros en un hotel, compramos
doscientos gramos de frutos secos en el mercado itinerante, contemplamos a los
jugadores de petanca desde la estación de autobús y paseamos en torno al puente
de dieciséis ojos, férreos pescadores a ambos lados, gesto turbio y saliva por
toda la cara. También vamos a otra aldea próxima y comemos croquetas mientras
una novia desfila escoltada por cuatro fotógrafos, y después tú te pierdes
entre las rocas de la costa, bailando entre los salientes, el mar a caballo
entre el gris y un azul de escándalo. La vuelta fue contemplativa y
prácticamente en silencio, yo agarrado a ti como una medusa a su presa.
Nuestro
tercer viaje fue a El Escorial. Allí solía yo pasar mis veranos con una tropa
de divertidos chavales, bocadillo cayendo desde el balcón, jugando al béisbol
en el campo de fútbol y llenando de cera las chapas para competir como
profesionales de doce años, antes de dar volteretas en la piscina y comer empanadillas
debajo de la higuera. Pero ahí estábamos tú y yo, María Eugenia, ya tarde y con
nuestra despensa vacía. Subimos al centro. Recuerda que era Navidad y había un
belén de personajes de corcho gigantes y puestos de comida con verduras reales,
¡hasta ese punto habían entendido la ficción!... Entonces llegó una de tus
locas ocurrencias, a razón del hambre en este caso, y llenaste tus manos de
patatas, cebollas y pimientos, caminabas con ellas entre poderosas risas, y que
luego hervimos en casa y comimos como dos glotones. Había un loro con discos de
música clásica, eso puso la guinda a nuestra ensalada campera. Después vimos
una película francesa en blanco y negro, un largometraje sobre amantes y
pilotos, y hablando del pasado y del futuro, terminamos colocando un colchón
ante la chimenea, que encendiste con el estilo de un chamán, y que ardió toda
la noche, nuestros cuerpos desnudos y en movimiento ante el tibio fuego
mientras la persiana bajada nos protegía del resto del vecindario. Duró tanto
la madrugada que nos acostamos de día y despertamos a la noche siguiente.
Volvimos en tren a Madrid, legendaria jornada, el patio del Monasterio vacío en
nuestra memoria de tortuga.
Viajar es la
puerta, basta estar lejos para estar cerca.
***
En lo relativo a la literatura, no nos
parecemos en nada.
A la hora de
escribir, mientras yo abro el ordenador o me siento ante el papel tan tranquilo
como Plutón, para discriminar sobre el trayecto, entre el humo, qué número
silábico y qué acento esquematizar de cara a la lengua, siempre pendiente de la
aorta del poema y, como un pintor, queriendo hacer litografías con las letras
porque creo que la idea global se representa tanto racional como
pictóricamente, aquel vago pero prolífico concepto de "peine", además del ritmo,
que exagero hasta hacer de la sílaba un tambor, tú te vuelves interior,
sentimental, apasionada y nerviosa como el tótem de una tribu en mitad de un
rito, acabas con todo lo que está a tu alrededor en un instante a través de la
concentración y escribes cada verso como si fuera una partícula elemental de un
todo que no puedes acoger pero que intuyes, palpas y llegas a descodificar gracias
al poder de la imagen, que para ti supone la llave primaria de la poesía,
recostada en mitad de una alfombra o de noche, siempre de noche, como si tu proceso
fuera una ascensión a una cima, alucinada por el entorno y la gracia de las
cosas, que siempre en ti adquieren un matiz divino, en consonancia con tus
planteamientos, clásicos como una ceremonia griega.
Respecto a
la lectura, es curioso cómo te adueñas de los libros, uno tras otro hasta
formar torres que se tambalean cuando hay corriente, sin domesticar en absoluto
tu carácter, tus reflexiones concisas acribillando la senectud de las
convenciones, haciéndote más fuerte y entendiendo el cambio como algo sencillo.
Tú lees mucho más que yo desde que nos conocemos. Mientras tú lees, yo escribo
o pienso o coloreo mis fotografías. Cuando yo cojo un libro me sumerjo en él
como en busca de una perla submarina, mi conciencia se altera porque cada texto
supone siempre un reto nuevo, un pulso de autor contra autor más que de creador
contra lector, eso es cierto. Busco leyes, axiomas, argumentos. Tú también lo
haces, lo noto cuando te quedas embelesada y me hablas del estilo de la
conjunción de una tripla de elementos ingeniosamente conjugados, con ardor y
lírica, con brutalidad y contenido. Pero apenas me acerco ya a la literatura, y
creo que es porque la respeto aún más que antes, cuando siempre llevaba un
libro conmigo, y eso se debe a que he entendido mejor el acto vital de su
ofrenda al estar contigo y comprender el compromiso que supone unir obra y
vida, ese eterno conflicto.
Hablando de
palabras, tú eres la dama, y yo, un loco exquisito.
***
Hoy vamos a
ir a comprar varias cajas de cartón para nuestra mudanza inminente. Sí, nuestra
nueva casa, María Eugenia, los treinta y cinco metros cuadrados de abajo, con
bañera, cuatro fuegos y un colchón sin manchas, y los treinta y cinco metros
cuadrados de la buhardilla, arriba, loco semisótano, donde ya hemos planeado
colocar un sofá, una plancha de hierba artificial, un burro, dos tableros y una
estantería llena de libros.
En verano
haremos una peregrinación religiosa a Charleville, la cuna del Genio, y después
iremos a bañarnos en el océano veinte días enteros, mientras estudiamos como
dos bárbaros en la terraza de aromas campesinos. Nos casaremos en septiembre,
el diecinueve, a año de nuestro primer contacto, en la antigua urbanización de
tus abuelos, de donde guardas tantos recuerdos de infancia. Y después celebraremos
el banquete en el monte, en la finca de tus padres, a autobús fletado, novia de
negro.
Yo era un hombre del pasado, ahora soy
un hombre del futuro.
Gracias.
***
ATLAS
***
NORTE
Mi esperanza es grande y camina
con aire enfermizo:
una silueta de arquitecto y unos bolsillos de ladrón
atados a tu perfil de búho,
labios de ángel
e ideas blancas
como la superficie del victorioso boxeador.
(Los aviones me ponían nervioso
en el principio del Paraíso.
Ataba mis orejas a los vasos y transcribía canciones
que hablaban sobre la intolerancia
de Dios.
Más tarde, conocí el océano,
y vi una plaga de insectos tan raros como santuarios
acudir a la habitación donde yo te imaginaba.
Practiqué el mal
a las puertas de las calles
donde el licor devoraba mi mente.
De todo aquello recuerdo la imposición de la literatura
y las argucias de los interesados.
En lo alto de un rascacielos, imaginé caer mi cámara
al suelo de la primavera.
Esa noche soñé que bebiendo de una jarra de mostaza
mis cuadernos y mis ojos
se coloreaban como la tierra de África.
Mi hermano me cogía del brazo
riéndose con la violencia de un xilófono.
Después, en cuanto llegaba a la playa, me desnudaba
y corría entre la arena caliente, hasta el grito.
Siempre tuve amigos, ahora tengo pocos:
uno es brillante y efectivo, otro crea y divaga,
el de más allá enamora a las piedras.
La estancia era blanca y éramos todos desconocidos.
Me invitaban a café en la hora del escondite
y la televisión repetía las mismas canciones errantes,
entre la locura y la transubstanciación.
Y para colmo el tabaco como veneno
y la serpiente del parque y el puente sobre la iglesia
y la cosquilla que me hacía violentarme).
Esperanza como sinónimo de lírica en tu vientre
de pitonisa y hoja seca.
Más allá de tu carácter incendiado
y tu sintaxis nerviosa,
tu poder desconocido,
tu bolígrafo de ébano y tu muñeca de gran piano,
tu sensible papel en esta fábula.
Mi esperanza es grande y camina
con aire enfermizo:
una silueta de arquitecto y unos bolsillos de ladrón
atados a tu perfil de búho,
labios de ángel
e ideas blancas
como la superficie del victorioso boxeador.
(Los aviones me ponían nervioso
en el principio del Paraíso.
Ataba mis orejas a los vasos y transcribía canciones
que hablaban sobre la intolerancia
de Dios.
Más tarde, conocí el océano,
y vi una plaga de insectos tan raros como santuarios
acudir a la habitación donde yo te imaginaba.
Practiqué el mal
a las puertas de las calles
donde el licor devoraba mi mente.
De todo aquello recuerdo la imposición de la literatura
y las argucias de los interesados.
En lo alto de un rascacielos, imaginé caer mi cámara
al suelo de la primavera.
Esa noche soñé que bebiendo de una jarra de mostaza
mis cuadernos y mis ojos
se coloreaban como la tierra de África.
Mi hermano me cogía del brazo
riéndose con la violencia de un xilófono.
Después, en cuanto llegaba a la playa, me desnudaba
y corría entre la arena caliente, hasta el grito.
Siempre tuve amigos, ahora tengo pocos:
uno es brillante y efectivo, otro crea y divaga,
el de más allá enamora a las piedras.
La estancia era blanca y éramos todos desconocidos.
Me invitaban a café en la hora del escondite
y la televisión repetía las mismas canciones errantes,
entre la locura y la transubstanciación.
Y para colmo el tabaco como veneno
y la serpiente del parque y el puente sobre la iglesia
y la cosquilla que me hacía violentarme).
Esperanza como sinónimo de lírica en tu vientre
de pitonisa y hoja seca.
Más allá de tu carácter incendiado
y tu sintaxis nerviosa,
tu poder desconocido,
tu bolígrafo de ébano y tu muñeca de gran piano,
tu sensible papel en esta fábula.
ESTE
Joven como el diamante que busca el campesino
entre el trigo y las cenefas
del aire violeta,
joven y sulfúrica como la síntesis de agua y boro,
en fuga el choque de los planetas
que te alumbran,
mujer araña con espíritu artesano
cuya imaginación ilumina las parábolas
haciendo del odio una mentira pequeña
y del oasis un descanso pequeño
y de las islas la solución de escape del pesimista.
(Un verano, de otros tantos, expiraba
bajo la sombra de un jueves incendiario.
Tú me preguntaste
y yo te revelé mi historia. Temblando
dormí en tu cama
después de encender la sed de las botellas,
beber un té caliente como la luz de agosto
y desvelar el nudo de nuestra historia
cuerpo a cuerpo).
Cuando sufres te preguntas
si estaré cerca como un imán de sangre
con el cabello alborotado
y la boca tan abierta como el paso
de confiar en otro alguien
ahora nuevo, ahora incierto, ahora eterno
y con presencia
y sofismas de solipsista juglar, tierno como vivo
antes del fantasma que guía a tu cerebro
ahora negro, ahora blanco.
(Nos escribíamos a diario
narrando hasta qué punto nos amábamos.
Para no ser demasiado extraños,
contábamos batallas e historietas
con las que reír y ser
como ligeros pliegues de hojalata,
pero el vínculo fue capaz desde el principio.
Al poco, dejamos de distinguir la realidad
para basarnos en el sueño.
Todavía hoy nuestra caricia se observa a lo lejos).
Sólo temes el paso del tiempo
pero es tuya la espada del deseo
y el fervor del iniciado
en la materia gris del cuerpo.
Sin tinta y sin contrato
serán nuestros los años, el desenlace, otras vidas.
Joven como el diamante que busca el campesino
entre el trigo y las cenefas
del aire violeta,
joven y sulfúrica como la síntesis de agua y boro,
en fuga el choque de los planetas
que te alumbran,
mujer araña con espíritu artesano
cuya imaginación ilumina las parábolas
haciendo del odio una mentira pequeña
y del oasis un descanso pequeño
y de las islas la solución de escape del pesimista.
(Un verano, de otros tantos, expiraba
bajo la sombra de un jueves incendiario.
Tú me preguntaste
y yo te revelé mi historia. Temblando
dormí en tu cama
después de encender la sed de las botellas,
beber un té caliente como la luz de agosto
y desvelar el nudo de nuestra historia
cuerpo a cuerpo).
Cuando sufres te preguntas
si estaré cerca como un imán de sangre
con el cabello alborotado
y la boca tan abierta como el paso
de confiar en otro alguien
ahora nuevo, ahora incierto, ahora eterno
y con presencia
y sofismas de solipsista juglar, tierno como vivo
antes del fantasma que guía a tu cerebro
ahora negro, ahora blanco.
(Nos escribíamos a diario
narrando hasta qué punto nos amábamos.
Para no ser demasiado extraños,
contábamos batallas e historietas
con las que reír y ser
como ligeros pliegues de hojalata,
pero el vínculo fue capaz desde el principio.
Al poco, dejamos de distinguir la realidad
para basarnos en el sueño.
Todavía hoy nuestra caricia se observa a lo lejos).
Sólo temes el paso del tiempo
pero es tuya la espada del deseo
y el fervor del iniciado
en la materia gris del cuerpo.
Sin tinta y sin contrato
serán nuestros los años, el desenlace, otras vidas.
OESTE
Tal vez, sólo tal vez, si no amara tu sensibilidad,
me resguardaría del mundo
en un lugar pausado y lleno de animales,
pero conozco
cada esqueje, cada laberinto y cada carta,
y es casi mío el universo
desde donde naces cada segundo
para no morir,
porque la muerte es silencio y no música,
y tú eres el pulso y el latido
de un color con el que pintarán los niños del futuro.
(Cuando llegamos a casa,
miramos por debajo de nuestra persiana
por temor a las palomas,
dejamos caer las bolsas sobre el suelo de madera,
corremos hasta la cocina
para beber leche de arroz y coco
y, una vez de vuelta al pequeño pero divino cuarto,
divagamos durante horas
entre sábanas paganas y vocablos tiernos,
cerca de los libros y la guitarra con hilos de acero).
No hay mundo sin ti
y tus brazos de pulpo.
Mi cabeza ha debido entender pronto
que hay que ser mejor
y el mejor ha de ser el espacio donde uno vocifera.
Por eso, es imposible prescindir de tu tacto
temeroso al pinchazo de una rueca,
tus detalles nocturnos de encendido chamán
cuando me muerdes para conjurarme
y tu osadía de capitán de barco.
(Adoras retratar a los desconocidos,
la suspicacia y el crimen
en la tarde que ya apaga sus blancas bombillas.
A menudo te dicen que cuidado
con tu delicada crisma
si no vas y te atas los cordones de tus botas,
algo que agradeces con sonrisa
para luego blasfemar con la ironía de un político.
Es curioso verte bajo la ducha.
Temes tanto el resbalón y la herida subacuática
que a veces dejas el agua correr
y sólo te lavas tu divertida boca).
Crees en la ciencia y en la muerte,
ciertos pasajes sustanciales me han demostrado
que conoces los límites de la razón
y su fauna.
Pero también te seducen el encanto y la gloria,
y sabes que el trabajo
es un punto de fuga en el crisol de las especies.
Nuestra historia ese reloj que, dos veces al día,
halla la perfecta hora.
Tal vez, sólo tal vez, si no amara tu sensibilidad,
me resguardaría del mundo
en un lugar pausado y lleno de animales,
pero conozco
cada esqueje, cada laberinto y cada carta,
y es casi mío el universo
desde donde naces cada segundo
para no morir,
porque la muerte es silencio y no música,
y tú eres el pulso y el latido
de un color con el que pintarán los niños del futuro.
(Cuando llegamos a casa,
miramos por debajo de nuestra persiana
por temor a las palomas,
dejamos caer las bolsas sobre el suelo de madera,
corremos hasta la cocina
para beber leche de arroz y coco
y, una vez de vuelta al pequeño pero divino cuarto,
divagamos durante horas
entre sábanas paganas y vocablos tiernos,
cerca de los libros y la guitarra con hilos de acero).
No hay mundo sin ti
y tus brazos de pulpo.
Mi cabeza ha debido entender pronto
que hay que ser mejor
y el mejor ha de ser el espacio donde uno vocifera.
Por eso, es imposible prescindir de tu tacto
temeroso al pinchazo de una rueca,
tus detalles nocturnos de encendido chamán
cuando me muerdes para conjurarme
y tu osadía de capitán de barco.
(Adoras retratar a los desconocidos,
la suspicacia y el crimen
en la tarde que ya apaga sus blancas bombillas.
A menudo te dicen que cuidado
con tu delicada crisma
si no vas y te atas los cordones de tus botas,
algo que agradeces con sonrisa
para luego blasfemar con la ironía de un político.
Es curioso verte bajo la ducha.
Temes tanto el resbalón y la herida subacuática
que a veces dejas el agua correr
y sólo te lavas tu divertida boca).
Crees en la ciencia y en la muerte,
ciertos pasajes sustanciales me han demostrado
que conoces los límites de la razón
y su fauna.
Pero también te seducen el encanto y la gloria,
y sabes que el trabajo
es un punto de fuga en el crisol de las especies.
Nuestra historia ese reloj que, dos veces al día,
halla la perfecta hora.
SUR
Aún nos vela el calor de las primeras mañanas,
la cinta de cristal esculpida
y el febril diluvio sobre la carretera,
viaje único de desayunos y tejados,
viaje único de senderos y cerradas nebulosas,
viaje único de verdes y altas chimeneas,
cuyo recuerdo nos ampara
increpando a nuestra irascible valentía.
(De tu tercer dedo cuelga un anillo de plata
con aire de clásica promesa.
Las otras opciones que barajé tímidamente
fueron un trono, una armónica
y una habitación con vistas al Himalaya,
pero me decidí por el hechizo
de imaginarte conjugada en mis rodillas
para siempre.
Te pregunto a menudo si me quieres
y de qué color será el sol cuando se apague.
Me he dedicado
a regalarte muchas tonterías con distinción:
unos prismáticos, una grabadora, un cactus,
un bolígrafo, un pañuelo, una taza,
fotografías, libros, libros, libros y comida.
Tanto es así, que cuando me ves
sin ningún artilugio de por medio,
buscas en el fondo de mi chaqueta y no eres feliz
hasta que te sorprendes con algo.
Sé que cada día esperas
a que traspase la puerta con un perro ladrando,
y que ya has comprado alfalfa al peso
para un caballo que aún no he apalabrado.
Hemos jurado por nuestros difuntos
no gritarnos ni pegarnos,
inclusive hemos jurado amarnos. E iremos
de un lado a otro y otro,
con nuestros zapatos, nuestros papeles
y nuestras quince ruedas.
Seremos imparables como el trigo que no hierve
o como el espejo del hombre
que, de tan sincero, no conoce el aire todavía.
Otros construirán relatos de nuestros millones
de anécdotas, y la memoria
será dogma).
Para nosotros la compañía de nuestras carencias,
la verdad en todas sus formas
y la innegable voz de la belleza.
Porque ya está sembrado de ardor el buen camino,
ya es nuestra la fe
y en nuestra mano la llave de la conciencia
distorsiona sus imperiosos límites
hasta este pasado, presente y futuro incorruptibles.
Aún nos vela el calor de las primeras mañanas,
la cinta de cristal esculpida
y el febril diluvio sobre la carretera,
viaje único de desayunos y tejados,
viaje único de senderos y cerradas nebulosas,
viaje único de verdes y altas chimeneas,
cuyo recuerdo nos ampara
increpando a nuestra irascible valentía.
(De tu tercer dedo cuelga un anillo de plata
con aire de clásica promesa.
Las otras opciones que barajé tímidamente
fueron un trono, una armónica
y una habitación con vistas al Himalaya,
pero me decidí por el hechizo
de imaginarte conjugada en mis rodillas
para siempre.
Te pregunto a menudo si me quieres
y de qué color será el sol cuando se apague.
Me he dedicado
a regalarte muchas tonterías con distinción:
unos prismáticos, una grabadora, un cactus,
un bolígrafo, un pañuelo, una taza,
fotografías, libros, libros, libros y comida.
Tanto es así, que cuando me ves
sin ningún artilugio de por medio,
buscas en el fondo de mi chaqueta y no eres feliz
hasta que te sorprendes con algo.
Sé que cada día esperas
a que traspase la puerta con un perro ladrando,
y que ya has comprado alfalfa al peso
para un caballo que aún no he apalabrado.
Hemos jurado por nuestros difuntos
no gritarnos ni pegarnos,
inclusive hemos jurado amarnos. E iremos
de un lado a otro y otro,
con nuestros zapatos, nuestros papeles
y nuestras quince ruedas.
Seremos imparables como el trigo que no hierve
o como el espejo del hombre
que, de tan sincero, no conoce el aire todavía.
Otros construirán relatos de nuestros millones
de anécdotas, y la memoria
será dogma).
Para nosotros la compañía de nuestras carencias,
la verdad en todas sus formas
y la innegable voz de la belleza.
Porque ya está sembrado de ardor el buen camino,
ya es nuestra la fe
y en nuestra mano la llave de la conciencia
distorsiona sus imperiosos límites
hasta este pasado, presente y futuro incorruptibles.
INSTANTÁNEAS
Nada temo de esta historia de soles enfrentados,
trino de agua el rayo donde a tu lado me reflejo.
Antes, mi causa no existía sino para representar
al alma débil que sólo canta ebria de artificios.
Has venido inequívoca con tu paraguas de estrellas
y tu desnudez ha impedido cualquier desastre.
De hablar viajando y hacer del delirio el cuerpo
he extraído la piedra donde se dibuja el Paraíso.
Así ahora reina en mí una paz ya sin fronteras,
un sendero de preciosas mitologías fulgurantes,
una honda caricia como un lago con palacios,
un satélite con rumbo al centro de la diferencia.
Muy tarde entonces para la persona que yo era,
para su sombra larguísima como los espejismos,
ni adulto ni ave sino individuo con poco derecho
y una marca en la frente ahora borrada con aire.
trino de agua el rayo donde a tu lado me reflejo.
Antes, mi causa no existía sino para representar
al alma débil que sólo canta ebria de artificios.
Has venido inequívoca con tu paraguas de estrellas
y tu desnudez ha impedido cualquier desastre.
De hablar viajando y hacer del delirio el cuerpo
he extraído la piedra donde se dibuja el Paraíso.
Así ahora reina en mí una paz ya sin fronteras,
un sendero de preciosas mitologías fulgurantes,
una honda caricia como un lago con palacios,
un satélite con rumbo al centro de la diferencia.
Muy tarde entonces para la persona que yo era,
para su sombra larguísima como los espejismos,
ni adulto ni ave sino individuo con poco derecho
y una marca en la frente ahora borrada con aire.
II
Amar es el verbo donde habita mi súplica,
amarillo espasmo en mi organismo de piedra
cuando despierta la nube de los acordeones
y, transformado, ando de travesía en travesía.
Es tu noche alta como el perfecto sinónimo,
tu rabia al pensar que mis pupilas te ofenden
yendo hasta otros ojos mi neblinoso epitafio,
tu loca bienvenida que abre mundos y puertas.
Porque la orquesta de las caricias semovientes
no tiene final, acaso un principio en el verano
entre hierba y adoquines de anécdotas gloriosas
o un piano con la garganta roja como el fuego.
A tu lado vivo hasta expandir mis sensaciones,
puerta de hierro cuya sombra es un bosque
donde escucho la oculta canción del animal
que ahora se esconde en nuestro eterno beso.
amarillo espasmo en mi organismo de piedra
cuando despierta la nube de los acordeones
y, transformado, ando de travesía en travesía.
Es tu noche alta como el perfecto sinónimo,
tu rabia al pensar que mis pupilas te ofenden
yendo hasta otros ojos mi neblinoso epitafio,
tu loca bienvenida que abre mundos y puertas.
Porque la orquesta de las caricias semovientes
no tiene final, acaso un principio en el verano
entre hierba y adoquines de anécdotas gloriosas
o un piano con la garganta roja como el fuego.
A tu lado vivo hasta expandir mis sensaciones,
puerta de hierro cuya sombra es un bosque
donde escucho la oculta canción del animal
que ahora se esconde en nuestro eterno beso.
III
Gira el mundo sobre el coro de mis pasiones,
ahora dueñas de una diosa con pupilas claras.
Yo no sé si volveré a nacer ya, o si el ejemplo
de este amor surtirá en otros gracia y poderío.
Es la magia de alumbrar tus pies descalzos
en mitad de una noche de árboles caídos.
Es la capacidad de ser junto a otro alguien
sin que por eso cambie la esencia que corroe.
Sólo pido al tiempo tiempo y a la vida vida.
Un jarrón de agua sobre la chimenea de plata,
cerezas en primavera y jazz cada domingo.
Y poesía, obras como de gigantes perversos.
No es de nadie más este huracán que comparto.
Mi gracia es la del joven eternamente obnubilado
ya no sólo de tu aire, con aroma a mimosa,
sino de todo aquello que asumimos con sigilo.
IV
Tú duermes sobre la vastedad de mis brazos.
Tal vez mi estómago te otorgue llaves preciosas,
cubos con forma de reloj y otras habladurías.
Tú duermes sobre la vastedad de mi espíritu.
El cuarto está oscuro y el humo vuela según
las pautas de un dios que no alcanzo a tocar.
La gravedad está disuelta en este entorno sutil.
Hoy no he salido al sol como buen lagarto.
Resignificar, de eso trata el libro que aprendo.
Mezclar la flor con la espada, por el aroma a sangre
que ambos comparten. Unir respiración y fuego,
por el sublime matiz donde los dos sobreviven.
Hasta el final de mis días pienso sostenerte
en estos brazos que teclean una historia ganada.
Valerme de la posesión de tu enorme libertad.
Iluminar tu aliento, sendero de nubes y espejos.
V
Juraría haber visto tu loco pentagrama
de paso en la alcoba del arte y la furia.
Allí, lechuza preciosa, el universo pensaría
en cómo de amplio es el abrigo humano.
Alguien que vive para sus manos y un hombre
merece un futuro entramado con arterias de hierro.
Lavar los platos, llenar de verduras el plástico:
tareas inútiles para la mujer con alma de ninfa.
Observarte leer con tu pañuelo estampado.
Verte comer brócoli, zanahoria, pimientos.
Examinar tus tobillos, rodillas y hombros,
y hallar el grito al hundirme en tu pecho.
Siempre me
interrumpes con tu vocación
tierna, secreto tras secreto te siento aproximarte,
y el hastío que obligaba a mis días a ser
pasa ahora a convertirse en gozoso paraje.
VI
Antes de tu venida, yo disfrutaba en las calles
saludando a los mendigos y escribiendo sonetos.
Pero tus dominios han trepanado todo mi abismo,
y ahora soy un títere en tus labios de calabaza.
Jugar. He aprendido a jugar como lo hacía antes,
dándole la vuelta al sol de pasmo a mi criterio,
obrando con la creatividad del escritor deslumbrante,
materia incontestable ante la general vileza.
Incluso dormiremos en una buhardilla gigante,
amplio sofá de velas blancas y refrescos fríos,
dos tableros para la creatividad de los señuelos,
un colchón adornado con cojines de entretiempo.
Vocal a vocal, me voy durmiendo entre las rejas,
tabaco en tu mesilla, azúcar en mis dientes.
Jamás escaparé de este desorden inquieto y raro,
a no ser que mis travesuras vengan de tu idea.
VII
Siento que mi pasado se reformula, tan trémulo
como un hilo de lana en una honda tempestad,
los galeones cerca, la bala del cañón llegando
hasta mi corazón, semejante a una estampida.
Imposible efecto recuperar lo que he vivido.
No es posible enmendar los aciertos taciturnos
que me han llevado a ser quien soy en esta tarde,
raciones que
vienen y van de mesa a mesa.
Oráculo de cáncer o constelación hirviente,
mis deseos eran estos, los que hoy cumplo.
Veo cómo los hombres no dejan de fabular
para sorprender
a un mañana rico y poderoso.
Habito la humildad, mío es un acervo nuevo.
No olvido mi pasado como el amnésico
pero sí quiero alumbrar los días venideros
con una existencia completa, saga de virtudes.
VIII
Quiero ser la historia que dé principio a tu nombre,
el vals impertinente cuya sonrisa prevalezca
ante tu pasado interminable, un refrán tan sabio
como el molde del ambiguo pero primer océano.
Dormir en tus páginas de mármol magnético,
partituras de Oriente en tu clavija de cartel de cine
y un foco sobre tus huellas de oscura madera,
para que tus teclas resuenen en todas las galaxias.
Rojo vientre de escamas y branquias y panales
bajo dos ventanas desde las que sentir el frío
sin cristal que apague el roce de los pájaros,
silbido nocturno cuyas alas esconden un milagro.
No perderte. Ansiarte y devorar cada secreto
mientras siento enloquecer a mis silencios,
psicológico cisma de octavas y flores disecadas
en un hogar repleto de carteles y colores.
IX
No pienso esconder mis diarios indecisos
ni mis cábalas de segundo o tercer curso
acerca de los pensamientos que te ocultan,
porque no puedo mentirte ni llorando.
Esperaba del amor algo alto y circular,
una corriente extensa donde el aire brillara
como el agua de mi sangre extranjera
durante esas temporadas vivas de tristeza.
Pero la pasión revela la inquietud del desafío
y la norma se hace natural dentro de uno
hasta el instante en el que el beso se entrega
como algo más que una idea, pura verdad.
El futuro corre por mis venas nerviosas.
Mi imaginación, aquel arma celeste y total
que yo consideraba puerta y testamento,
es ahora la llave del misterio y la verdad.
X
Sólo tú sabes qué corre por tu pensamiento,
si cristal o vena santa, si mi cuerpo o mi alma
cuando la luz es lenta y retorcidos conocemos
la situación exacta que trata de envolvernos.
Quisiera vivir en tu cabeza, saber qué verdad
descansa en los entresijos de tus actos.
No hablo de poseerte, hablo de descubrirte
entre las
infinitas certezas que nos mueven.
Nada está supuesto cuando trato de llegar a ti,
conocedor de tu memoria y tu legado.
Evitar la nostalgia, como una mala nota
que pudiera hacernos eternos enemigos.
Te quiero tan presente, y pura, y verdadera
como la presencia constante cuya espada
lleva inscritas mis iniciales simplemente,
ahora y siempre, ahora y para siempre.
***
ADÁN
***
No recuerdo el tubo blanco,
sí el azote,
pero no la invisible pupila amarilla,
el ahogo de la hierba
o la parafernalia del beso abrazado,
un médico orgulloso
con gafas y oxígeno,
hay tripas aquí afuera, y candor...
Vengo de la columna
distinguida
de aquel astro que, aburrido, duerme.
Es bella esta colcha
y adoro la sombra nocturna
escamoteando la panza de mi padre.
La bombilla está ciega
y él la observa sin riesgo a olvidarla.
El hospital está en lo alto del monte
y soy tan pequeño...
En otro cuarto, alguien
-intuyo-
cuenta un cuento a punto de llorar.
Ningún ruido lastima
la sinceridad del aire.
Es como si las calles
hubieran subido a un barco.
Los perros se esconden en la niebla.
El calor me abrasa la cintura
y me siento llevado como en un baile.
Me engatusa la semoviente clepsidra:
tiene el color de mi infancia.
(Quiero descubrirme, ¡entendedme!...)
Prefiero que me avergüencen mucho
antes que no ver.
Porque quiero respirar como la rama
o el caudal
en la noche cautiva
donde aguardan los fantasmas. Soy.
Me acompaña
el sabor de los límites.
Mi cabeza es un hechizo angustiado
por mi propio ángel.
El pecho late con deseo hacia el niño.
La cascada, fuente de la imaginación,
está al otro lado,
y ahora espera detenida mis palabras
Será mi madre,
mi madre virgen, y yo fui su regalo.