sábado, 20 de diciembre de 2014


A María Eugenia Motilla Serrano

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GÉNESIS

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María Eugenia, ¿por qué has tardado tanto?...

Yo, viajero de treinta países, zapatos ajados y rostro de comerciante, confesor ante la pluma y mártir de la imagen, te he buscado en cada esquina de todas las ciudades, entre los farolillos rojos que hilan la noche consumando el periplo de las luciérnagas, inspirando a los caballetes de los artistas vulgares, recogidos ante un cuenco de sopa o ante una visión en Francia, por ejemplo, nuestro pueblo de hierro, base de todo aquello que apreciamos.

Nunca es tarde para amar, dicen, pero ya creía negado mi destino.

Soledad, ¿a quién le debes tu suerte?... He saboreado la estrepitosa magnitud del silencio. Gracias a él, he convertido las palabras en oro, el sufrimiento en tiniebla, ¡el odio en espera!... Pero la conferencia de los tristes que se añadían a mi mente ha resultado nociva para la vitalidad que me otorgas, y ahora no puedo sino repudiar el sentido falsamente transparente de esos individuos castrados, que sólo pueblan este mundo para instalar en él una falsa algarabía, una muda sonata con la que es imposible corresponderse, siquiera con señales o danzas de ultratumba.

Es casi una fantasía verte despertar sobre la cama verde, tu tripa tersa como un puñado de harina, tus pestañas tras el dosel de un pañuelo con arabescos, tus piernas de bailarina atadas a mis piernas de mamífero, creando un puzzle continuo, un salvoconducto ideal para la esperanza de saberse unido a alguien con la fuerza con la que irrumpe el rayo sobre el girasol gigante, ¡oh cuerpo!, ¡oh trenza misteriosa hecha de labios y aire!...

Quiero que conozcas que para mí tú eres la razón más importante para contrariar al contubernio de la multitud, la suprema ignorancia y la ausencia de lírica en el hacer de la gente. A tu lado el universo es otro, y la imaginación rebosa de canto como en la bañera de aquel filósofo, inundando la casa, colocando el lavavajillas en el lugar del armario, la estantería en la sombra del tocador, el acuario en la puerta, los peces dando la bienvenida a nuestros invitados una cena de sábado.
  
     Necesario como el aroma del óleo o el rumor subterráneo de un parking abandonado, yo te asumo, y jamás podre despreciarte. Tu idea explota de pura inteligencia, energía de juventud anhelante, carisma y rabia, tienes veinticinco años, y me has encontrado. ¿Cómo? Olvidando el peso de las líneas de tu mano.

***   

         Éramos pocos y estábamos perdidos.
        
         La noche nos confinaba en lugares hediondos casi a diario, leíamos nuestros poemas y después nos bebíamos el Báltico. Existía, entre estos grupos, un cierto halo oscuro, similar a las tardes de invierno, donde apenas había una aprobación real de unos a otros, por emular las cobardías, los falsos señuelos otorgados para cumplir con la odiosa tarea de la comunicación y, sobremanera, la falta de verdadero talento, que provocaba, en los que deseaban algo serio de la literatura, una náusea repentina, recuerdo de la carne podrida. Pero apareciste, María Eugenia, apareciste con tu manto de hierba y la suavidad del aire convocada en tu silueta, esbelta como una rama de sauce y fuerte como el perfil de una orquídea.

         Recuerda cómo después de observarnos durante la lectura con la atención de dos ventrílocuos, salimos a fumar a la calle ligera. Allí, empezamos a conversar y situarnos, mirada fija de siete segundos sólo interrumpida por la venida de un coche con faros violetas. Tú estabas prometida por otro, de otro era el cauce de tu entereza. Bastó una madrugada para prometernos la felicidad y olvidar todo lo que habíamos proyectado antes.

            Este primer encuentro torturó a mis nervios. Sentí que era posible otra vida más alta y más profunda. Me increpaste plenamente. Mis vivencias hasta entonces me resultaron planas y carentes de dirección. Yo necesitaba a alguien que me esculpiera, alguien que diera sentido a mis actos. Así, nos citamos. En una librería de un barrio odioso, nos mezclamos para vagar y disfrutar en torno a aquello que nos alentaba. Acto seguido, bebimos vino ante una ventana, la gloria estimulando a nuestros pulmones ociosos. Una copa de cristal se cayó al suelo y nos reímos como dos niños. Después te regalé un sonajero de bronce, obsequio de un patriarca maorí, ante una fuente histórica, mi pasión ardiendo al contemplar tu voz entre las parejas.

Y con ese salto acabó la guerra psicológica.

***

     Estamos en el palacio, dentro de uno de esos laberintos donde duermen los mendigos pensando en el calor de las cuatro. Hemos estado con unos arreglistas prosando historietas de pura fauna, un bar burdeos con la chapa casi bajada. Uno de ellos nos ha contado cómo se descolgó del telón en mitad de una obra, quedándose colgado como una manzana, ante el estupor del público. Te han dado su teléfono, como casi siempre, ante mi indignación, pero estamos en el palacio, acostados en mitad de septiembre, la corteza del árbol rugosa como mis codos, tu cabeza en mi clavícula, pieza con pieza, antes de quitarnos la ropa y asustar a las palomas.
         
         Me estás hablando sobre tu infancia. Me dices que recuerdas el vinilo girar antes de jugar con tu perro. También escuchas a tu madre musitar  cierta jerga científica. Ahora estás encerrada en tu cuarto, sin comer, sin hablar con nadie, tocando el piano y pensando en viajar, en irte tan lejos como sea posible, sola, con tu mochila y tu fuego portátil. Perderte en una metrópolis antigua, recorrer un desierto y, sobre todas las cosas, el aire puro de la montaña curtiendo tus mejillas, hasta que queden coloreadas como las de un nativo. En tu mesa hay botellas de agua, dibujos hechos a lápiz, chicles, una entrada de un concierto al que llevabas meses deseando ir. Detrás de ti están tus patines, tu ropa de invierno y tu colección de sombreros. Como odias los espejos, sólo tienes uno pequeño en el vértice de tu tragaluz, que usas para observarte antes de ir cada mañana al colegio. Adoras a tu abuela, casi como adoras a tus padres, sabes que no podrías entender la vida después de su muerte. Tu hermano, en cambio, es géminis, común, diletante y, aunque le quieres, le regalas libros que no lee. Pronto, te irás a otra ciudad, trabajarás en una panadería y conocerás a personas que te harán ser más introvertida, más personal, más especial y tuya de tu sangre. Y después empezarás a salir con un chico por el que, hoy, en nuestro palacio, te pregunto, para que tú me digas que le has olvidado y que es sólo de mí el futuro de tu idea.

***

         Me acabas de colocar una cinta en los ojos y siento que no dejo de dar vueltas.

      Me enamoras cada vez que das comienzo a una frase con la construcción “¿Te imaginas…?”, y eso haces ahora, contarme batallas inventadas de camino a un lugar que desconozco. Me gustaría estar observando las cornisas y las fachadas de estas calles contigo, pero tengo el color negro profusamente instalado en las pupilas. Basta tu mano para que comience una aventura, tu pulso engarzado al mío como por la fuerza de una ley. Finalmente, después de quinientos segundos, te detienes, me detienes, y entonces un aroma dulce como la contemplación del trigo se apodera de mis cinco sentidos. Es un horno, me dices, un horno donde hacen pan y napolitanas de crema y croissants por tres monedas, el mejor horno del mundo. Yo, ojos chispeantes, me siento contigo a declinar ese horizonte de gastronómicos espasmos, y llamamos a la puerta blindada, que no puede contener la totalidad del gusto, ahora liberado únicamente para nuestro amor. Es tarde, demasiado, nos dicen, y nos vamos con los brazos vacíos. Pero puedo decirte que aún recuerdo esa marea mística recorrer mi cuerpo como una caricia. El mar tiene su acento, extraordinario himno de obleas celestes, los espigones a veces lo envuelven. Así estas callejuelas sin final, creando el azúcar un rastro capaz de convocar al grueso de las criaturas.
   
      De vuelta al corazón del barrio, empezamos a examinar la cantidad de seres extraños que lo pueblan.

Durante la noche, lo más normal es encontrarse de cara con futbolísticos cantos pronunciados por hombres de magníficos chándales, mientras las mujeres se pronuncian a través de lentejuelas y escotes. También llama la atención el camión de bomberos, vociferando con su megáfono a través de la carretera, bajo nuestro balcón. Debe de haber pirómanos de a cientos por aquí cerca, es cada noche cuando aparece radiante con el brillo de sus escaleras plegables, irrumpiendo en los sueños de los vecinos, hasta perpetrar homicidios y asesinatos en masa cuando la alucinación era pulcra como un paño de lavandera. Remata la jugada la comisaría de la plaza de atrás, donde el aparente aparato de la justicia nunca duerme, rellenando formularios y dando parte de la fisionomía de peligrosos drogadictos, huérfanos deicidas con débiles miembros.

Llegamos a casa, y te pones a cantar.

La persiana está rota desde hace semanas, la luz camina quebrada por la estancia. Tu extensión, de puntillas sobre la silla, emociona a mis párpados nevados, siempre fijos en tu boca, adorable armónica. Buscas en el ordenador canciones de tu pasado, y te vistes con elegancia para entablar tu ritmo hacia el infinito del tiempo. Con la línea de tus ojos fija en la pantalla, te revuelves para contemplarme. Una nota se te escapa, provocando un gesto tierno en mi rostro. El flexo te apunta, estás iluminada como el desastre. Mientras tanto, miro la mesa repleta y pienso que es el reflejo absoluto de tu alma: un caos organizado y rico sólo limitado por el extremo del espacio.


***

Si mi presencia reclama la tuya no es por la avidez del principiante ni por la necesidad de victoria, basada en una crónica de extensas carencias, sino por el equilibrio de positividad y negatividad, que no había entendido hasta ahora.

Tus huesos son a los míos como la carta girada a la frágil memoria. Imposible suplir tu existencia: nadie más que tú merece ser feliz después de todo lo acontecido, hechos que no me atrevo a narrar sólo por el miedo a que recuperes aquellas indignas sensaciones. Porque te veo ahora, fuerte como un ángel caído, bromeando sobre la histeria, hablando de cosmología, genética, filosofía, arte, música: ¡esta eres tú!... Merecemos la vida en tanto en cuanto la hemos sufrido. De este modo, a mí te muestras como una persona íntegra cuyas vivencias poseen un poderoso valor, similar al cetro que distingue a los reyes. Cuando podemos decir cosas de nosotros mismos es siempre gracias al arma arrojadiza de la experiencia. Sin ella, nuestro aparato mental se conmueve ante el aburrimiento, cae en la indistinción y el valor muere, hasta ser susceptibles de confundirnos con otros. ¡La de veces que he visto a uno ser otro y a otro ser uno!...

No me hables, por eso, de la muerte. Sólo de pensar en esta fanfarria sin el atisbo de tu porqué, me caigo, me destrozo, paso a ser de nadie en una sola centésima. Tú conmigo y yo contigo superaremos el pretendido momento del fin, a través del coraje y la memoria. No dejaremos que nada de lo que vivamos pase desapercibido al corazón de los otros. Sí, tendrás que soportar que te señalen con el dedo y que a mí me llamen por mil nombres, que en mi mirada a veces se encienda un color pesado como el abismo porque te siento lejos, y tendrás que preocuparte, también, cuando me encuentres vinculado a tus miedos día tras noche, entonando canciones que iré preparando sobre la marcha.

Parecemos dos,  pero somos uno. Hay veces, lo habrás notado, en las que me siento capaz de terminar, por ti, tus frases, llorar lo que no has llorado e introducirme en tu orgasmo hasta hacerlo mío enteramente. Pero prefiero dejarte planear y que te sientas libre, libre como la campana después de ser agitada, libre como el planeta rodeado de anillos, libre como una página en blanco una mañana de luna llena.

***
     
          Siempre me hablas de tus viajes como si fueran tesoros.

Tendrías que verte modulando las vocales cuerdas hasta alcanzar la elegancia cada vez que entras a contar anécdotas de Irlanda, Marruecos, los Alpes, tú con tu cantimplora blanca y tus rastas girando en torno a la cintura, niña de ojos grandes como huesos de aguacates tiernos. Acuérdate de ese pueblo donde te sentías desplazada, hombres altos como volcanes cubiertos por chaquetas negras y piedras cayendo contra tu tejado por ser extranjera, de los humildes pero encantadores riads donde fumabas tabaco al peso antes de salir a caminar extenuada entre ráfagas de aire caliente, de los calambres en los pies al quitarte las botas después de nueve horas de nieve, parando únicamente a comer en el estómago de una cabaña y a beber agua para seguir adelante, lo que te hubiera gustado provocar un alud, peligrosa como eres. Y Bangladesh, donde vagaste como una funámbula alrededor de toda la frontera, entre mercados de colores chillones traducidos en especias y gatos callejeros con ojos azules. Todo esto has hecho, pero he venido aquí a hablarte de nuestros viajes.

Estamos en el avión de camino a París, nerviosos como siempre ante el instante del despegue. De tu pelo cuelga enredada una biografía gigante y yo me ocupo de la guía de viaje que compramos en aquel bazar que estaba en cuesta, y cuyo dependiente, con maneras de verdadero feriante, nos estuvo narrando batallas acerca de las editoriales y sus contenidos, regidos según no sé qué tipo de política. Llegamos. El solo paseo entre las columnatas del aeropuerto hasta encontrar el tren de camino al centro nos subyuga, ya nos sentimos lejos y somos felices por ello. Nada más llegar a la estación del norte, cogemos el desvío al que ya consideramos nuestro barrio. Con un sol entre nubes rojas y un frío concomitante a nuestras primeras vibraciones, vacilamos entre palabras cómplices al movernos entre inmigrantes curtidos, colocados a las puertas de los locutorios con miradas rígidas, nuestra cámara escondida bajo la camiseta. Nuestra habitación en Rue Bervic tiene cuatro camas de gomaespuma y un baño siniestro. Salimos a pasear, excitados. Nos atamos los cordones de los zapatos entre lágrimas: puro rito simbólico. Y salimos a las calles de Montmartre a volar entre el aceite de las panaderías, hundirnos en la espesura de un parque rodeado de guitarras y realizar fotografías inolvidables, comiendo queso en un mercado antes de devorar las Tullerías con el corazón y ver el anochecer en el Arco del Triunfo, ártico viento que hacía imposible el fuego de los cigarrillos. Después vendrían los paseos bajo la noria comiendo castañas, las librerías de a ciento y el vino acariciando nuestros paladares entre música jazz y bromas sobre el Parnaso, Pigalle, el surrealismo de las prostitutas y la alarma en el cementerio, que se cruzó a eso de las ocho ante la escalinata gitana y la cómica plaza de pintores silvestres. Y recuerda aquel japonés suculento, nuestras doctas servilletas y el bar en el que duramos cuatro minutos, siempre en nosotros la salvaje esencia de los interludios, para perder el vuelo de vuelta por encontrarme con un conocido entre las sillas después de una madrugada de mármol, para viajar quince horas a bordo de un barato autobús desde el que nos despedimos tristes pero condenados, tan inmortales como inmorales, nuestra fábula ya realizada a nuestras espaldas.

Ahora te veo haciendo el equipaje para ir a Cantabria. Es toda una fiesta verte desplegar tus utensilios sobre el suelo para irlos colocando dentro de la mochila por categorías, según tus preferencias. Una vez terminada, y siendo aún de madrugada, cogemos el metro a la estación de transporte, donde nos esperan nuestros dos asientos de seis horas. Al poco, después de un trayecto de ensueño a través del caleidoscopio del paisaje y la conversación hilarante, alcanzamos la bahía, donde las pequeñas barcas flotan o se encallan según los astros. Hacemos el camino a casa atravesando las sidrerías, los mesones y la heladería fulgurante. Ya en nuestra pequeña morada, te deshaces de libertad y placer ante la cocina con adoquines amarillos, pero hace un día deslumbrante y no tardamos en dejar las cosas apiladas al borde de la cama para irnos al pueblo, al mar y a los senderos de rubíes escondidos bajo los carteles trazados. Subimos a la iglesia antigua y adoramos el horizonte desde sus piernas malévolas, nos acostamos sobre la hierba ante una laguna con salamandras negras, jugamos a los dardos en un tugurio de mal agüero y corremos por la playa entre el viento picante una vez la noche ha traído su negro eficiente. A la mañana próxima, desayunamos pan con tomate y chocolate con churros en un hotel, compramos doscientos gramos de frutos secos en el mercado itinerante, contemplamos a los jugadores de petanca desde la estación de autobús y paseamos en torno al puente de dieciséis ojos, férreos pescadores a ambos lados, gesto turbio y saliva por toda la cara. También vamos a otra aldea próxima y comemos croquetas mientras una novia desfila escoltada por cuatro fotógrafos, y después tú te pierdes entre las rocas de la costa, bailando entre los salientes, el mar a caballo entre el gris y un azul de escándalo. La vuelta fue contemplativa y prácticamente en silencio, yo agarrado a ti como una medusa a su presa.

Nuestro tercer viaje fue a El Escorial. Allí solía yo pasar mis veranos con una tropa de divertidos chavales, bocadillo cayendo desde el balcón, jugando al béisbol en el campo de fútbol y llenando de cera las chapas para competir como profesionales de doce años, antes de dar volteretas en la piscina y comer empanadillas debajo de la higuera. Pero ahí estábamos tú y yo, María Eugenia, ya tarde y con nuestra despensa vacía. Subimos al centro. Recuerda que era Navidad y había un belén de personajes de corcho gigantes y puestos de comida con verduras reales, ¡hasta ese punto habían entendido la ficción!... Entonces llegó una de tus locas ocurrencias, a razón del hambre en este caso, y llenaste tus manos de patatas, cebollas y pimientos, caminabas con ellas entre poderosas risas, y que luego hervimos en casa y comimos como dos glotones. Había un loro con discos de música clásica, eso puso la guinda a nuestra ensalada campera. Después vimos una película francesa en blanco y negro, un largometraje sobre amantes y pilotos, y hablando del pasado y del futuro, terminamos colocando un colchón ante la chimenea, que encendiste con el estilo de un chamán, y que ardió toda la noche, nuestros cuerpos desnudos y en movimiento ante el tibio fuego mientras la persiana bajada nos protegía del resto del vecindario. Duró tanto la madrugada que nos acostamos de día y despertamos a la noche siguiente. Volvimos en tren a Madrid, legendaria jornada, el patio del Monasterio vacío en nuestra memoria de tortuga.

Viajar es la puerta, basta estar lejos para estar cerca.

***

          En lo relativo a la literatura, no nos parecemos en nada.

A la hora de escribir, mientras yo abro el ordenador o me siento ante el papel tan tranquilo como Plutón, para discriminar sobre el trayecto, entre el humo, qué número silábico y qué acento esquematizar de cara a la lengua, siempre pendiente de la aorta del poema y, como un pintor, queriendo hacer litografías con las letras porque creo que la idea global se representa tanto racional como pictóricamente, aquel vago pero prolífico concepto de "peine", además del ritmo, que exagero hasta hacer de la sílaba un tambor, tú te vuelves interior, sentimental, apasionada y nerviosa como el tótem de una tribu en mitad de un rito, acabas con todo lo que está a tu alrededor en un instante a través de la concentración y escribes cada verso como si fuera una partícula elemental de un todo que no puedes acoger pero que intuyes, palpas y llegas a descodificar gracias al poder de la imagen, que para ti supone la llave primaria de la poesía, recostada en mitad de una alfombra o de noche, siempre de noche, como si tu proceso fuera una ascensión a una cima, alucinada por el entorno y la gracia de las cosas, que siempre en ti adquieren un matiz divino, en consonancia con tus planteamientos, clásicos como una ceremonia griega.

Respecto a la lectura, es curioso cómo te adueñas de los libros, uno tras otro hasta formar torres que se tambalean cuando hay corriente, sin domesticar en absoluto tu carácter, tus reflexiones concisas acribillando la senectud de las convenciones, haciéndote más fuerte y entendiendo el cambio como algo sencillo. Tú lees mucho más que yo desde que nos conocemos. Mientras tú lees, yo escribo o pienso o coloreo mis fotografías. Cuando yo cojo un libro me sumerjo en él como en busca de una perla submarina, mi conciencia se altera porque cada texto supone siempre un reto nuevo, un pulso de autor contra autor más que de creador contra lector, eso es cierto. Busco leyes, axiomas, argumentos. Tú también lo haces, lo noto cuando te quedas embelesada y me hablas del estilo de la conjunción de una tripla de elementos ingeniosamente conjugados, con ardor y lírica, con brutalidad y contenido. Pero apenas me acerco ya a la literatura, y creo que es porque la respeto aún más que antes, cuando siempre llevaba un libro conmigo, y eso se debe a que he entendido mejor el acto vital de su ofrenda al estar contigo y comprender el compromiso que supone unir obra y vida, ese eterno conflicto.

Hablando de palabras, tú eres la dama, y yo, un loco exquisito.

***

Hoy vamos a ir a comprar varias cajas de cartón para nuestra mudanza inminente. Sí, nuestra nueva casa, María Eugenia, los treinta y cinco metros cuadrados de abajo, con bañera, cuatro fuegos y un colchón sin manchas, y los treinta y cinco metros cuadrados de la buhardilla, arriba, loco semisótano, donde ya hemos planeado colocar un sofá, una plancha de hierba artificial, un burro, dos tableros y una estantería llena de libros.

En verano haremos una peregrinación religiosa a Charleville, la cuna del Genio, y después iremos a bañarnos en el océano veinte días enteros, mientras estudiamos como dos bárbaros en la terraza de aromas campesinos. Nos casaremos en septiembre, el diecinueve, a año de nuestro primer contacto, en la antigua urbanización de tus abuelos, de donde guardas tantos recuerdos de infancia. Y después celebraremos el banquete en el monte, en la finca de tus padres, a autobús fletado, novia de negro.
         
          Yo era un hombre del pasado, ahora soy un hombre del futuro.

Gracias.     

                                                  ***

ATLAS

***

NORTE

Mi esperanza es grande y camina
con aire enfermizo:
una silueta de arquitecto y unos bolsillos de ladrón
atados a tu perfil de búho,
labios de ángel
e ideas blancas
como la superficie del victorioso boxeador.

(Los aviones me ponían nervioso

en el principio del Paraíso.
Ataba mis orejas a los vasos y transcribía canciones
que hablaban sobre la intolerancia 
de Dios.
Más tarde, conocí el océano,
y vi una plaga de insectos tan raros como santuarios
acudir a la habitación donde yo te imaginaba.
Practiqué el mal 
a las puertas de las calles
donde el licor devoraba mi mente. 
De todo aquello recuerdo la imposición de la literatura
y las argucias de los interesados.
En lo alto de un rascacielos, imaginé caer mi cámara 
al suelo de la primavera.
Esa noche soñé que bebiendo de una jarra de mostaza
mis cuadernos y mis ojos
se coloreaban como la tierra de África.
Mi hermano me cogía del brazo 
riéndose con la violencia de un xilófono.
Después, en cuanto llegaba a la playa, me desnudaba 
y corría entre la arena caliente, hasta el grito.
Siempre tuve amigos, ahora tengo pocos:
uno es brillante y efectivo, otro crea y divaga,
el de más allá enamora a las piedras.
La estancia era blanca y éramos todos desconocidos.
Me invitaban a café en la hora del escondite
y la televisión repetía las mismas canciones errantes,
entre la locura y la transubstanciación.
Y para colmo el tabaco como veneno 
y la serpiente del parque y el puente sobre la iglesia
y la cosquilla que me hacía violentarme).

Esperanza como sinónimo de lírica en tu vientre

de pitonisa y hoja seca.
Más allá de tu carácter incendiado
y tu sintaxis nerviosa,
tu poder desconocido,
tu bolígrafo de ébano y tu muñeca de gran piano,
tu sensible papel en esta fábula.


ESTE

Joven como el diamante que busca el campesino

entre el trigo y las cenefas
del aire violeta,
joven y sulfúrica como la síntesis de agua y boro,
en fuga el choque de los planetas
que te alumbran,
mujer araña con espíritu artesano
cuya imaginación ilumina las parábolas
haciendo del odio una mentira pequeña
y del oasis un descanso pequeño
y de las islas la solución de escape del pesimista.

(Un verano, de otros tantos, expiraba

bajo la sombra de un jueves incendiario.
Tú me preguntaste
y yo te revelé mi historia. Temblando
dormí en tu cama
después de encender la sed de las botellas,
beber un té caliente como la luz de agosto
y desvelar el nudo de nuestra historia
cuerpo a cuerpo).

Cuando sufres te preguntas

si estaré cerca como un imán de sangre
con el cabello alborotado
y la boca tan abierta como el paso
de confiar en otro alguien
ahora nuevo, ahora incierto, ahora eterno
y con presencia
y sofismas de solipsista juglar, tierno como vivo
antes del fantasma que guía a tu cerebro
ahora negro, ahora blanco.

(Nos escribíamos a diario

narrando hasta qué punto nos amábamos.
Para no ser demasiado extraños,
contábamos batallas e historietas
con las que reír y ser 
como ligeros pliegues de hojalata,
pero el vínculo fue capaz desde el principio.
Al poco, dejamos de distinguir la realidad
para basarnos en el sueño.
Todavía hoy nuestra caricia se observa a lo lejos).

Sólo temes el paso del tiempo

pero es tuya la espada del deseo
y el fervor del iniciado
en la materia gris del cuerpo.
Sin tinta y sin contrato
serán nuestros los años, el desenlace, otras vidas.


OESTE

Tal vez, sólo tal vez, si no amara tu sensibilidad,

me resguardaría del mundo
en un lugar pausado y lleno de animales,
pero conozco
cada esqueje, cada laberinto y cada carta,
y es casi mío el universo
desde donde naces cada segundo
para no morir,
porque la muerte es silencio y no música,
y tú eres el pulso y el latido
de un color con el que pintarán los niños del futuro.

(Cuando llegamos a casa,

miramos por debajo de nuestra persiana
por temor a las palomas, 
dejamos caer las bolsas sobre el suelo de madera,
corremos hasta la cocina
para beber leche de arroz y coco 
y, una vez de vuelta al pequeño pero divino cuarto,
divagamos durante horas 
entre sábanas paganas y vocablos tiernos,
cerca de los libros y la guitarra con hilos de acero).

No hay mundo sin ti

y tus brazos de pulpo.
Mi cabeza ha debido entender pronto
que hay que ser mejor
y el mejor ha de ser el espacio donde uno vocifera.
Por eso, es imposible prescindir de tu tacto
temeroso al pinchazo de una rueca,
tus detalles nocturnos de encendido chamán
cuando me muerdes para conjurarme
y tu osadía de capitán de barco.

(Adoras retratar a los desconocidos,

la suspicacia y el crimen
en la tarde que ya apaga sus blancas bombillas.
A menudo te dicen que cuidado 
con tu delicada crisma
si no vas y te atas los cordones de tus botas,
algo que agradeces con sonrisa
para luego blasfemar con la ironía de un político.
Es curioso verte bajo la ducha.
Temes tanto el resbalón y la herida subacuática
que a veces dejas el agua correr
y sólo te lavas tu divertida boca).

Crees en la ciencia y en la muerte,

ciertos pasajes sustanciales me han demostrado
que conoces los límites de la razón
y su fauna.
Pero también te seducen el encanto y la gloria,
y sabes que el trabajo
es un punto de fuga en el crisol de las especies.
Nuestra historia ese reloj que, dos veces al día,
halla la perfecta hora.


SUR

Aún nos vela el calor de las primeras mañanas,
la cinta de cristal esculpida
y el febril diluvio sobre la carretera,
viaje único de desayunos y tejados,
viaje único de senderos y cerradas nebulosas,
viaje único de verdes y altas chimeneas,
cuyo recuerdo nos ampara
increpando a nuestra irascible valentía.

(De tu tercer dedo cuelga un anillo de plata

con aire de clásica promesa. 
Las otras opciones que barajé tímidamente
fueron un trono, una armónica
y una habitación con vistas al Himalaya, 
pero me decidí por el hechizo
de imaginarte conjugada en mis rodillas
para siempre.
Te pregunto a menudo si me quieres
y de qué color será el sol cuando se apague.
Me he dedicado 
a regalarte muchas tonterías con distinción:
unos prismáticos, una grabadora, un cactus,
un bolígrafo, un pañuelo, una taza, 
fotografías, libros, libros, libros y comida.
Tanto es así, que cuando me ves 
sin ningún artilugio de por medio,
buscas en el fondo de mi chaqueta y no eres feliz 
hasta que te sorprendes con algo.
Sé que cada día esperas
a que traspase la puerta con un perro ladrando,
y que ya has comprado alfalfa al peso
para un caballo que aún no he apalabrado.
Hemos jurado por nuestros difuntos
no gritarnos ni pegarnos,
inclusive hemos jurado amarnos. E iremos 
de un lado a otro y otro,
con nuestros zapatos, nuestros papeles
y nuestras quince ruedas.
Seremos imparables como el trigo que no hierve
o como el espejo del hombre 
que, de tan sincero, no conoce el aire todavía.
Otros construirán relatos de nuestros millones 
de anécdotas, y la memoria 
será dogma).

Para nosotros la compañía de nuestras carencias,

la verdad en todas sus formas
y la innegable voz de la belleza.
Porque ya está sembrado de ardor el buen camino,
ya es nuestra la fe
y en nuestra mano la llave de la conciencia
distorsiona sus imperiosos límites
hasta este pasado, presente y futuro incorruptibles.

                                                            ***
  
INSTANTÁNEAS

***

 I

Nada temo de esta historia de soles enfrentados,
trino de agua el rayo donde a tu lado me reflejo.
Antes, mi causa no existía sino para representar
al alma débil que sólo canta ebria de artificios.

Has venido inequívoca con tu paraguas de estrellas
y tu desnudez ha impedido cualquier desastre.
De hablar viajando y hacer del delirio el cuerpo
he extraído la piedra donde se dibuja el Paraíso.

Así ahora reina en mí una paz ya sin fronteras,
un sendero de preciosas mitologías fulgurantes,
una honda caricia como un lago con palacios,
un satélite con rumbo al centro de la diferencia.

Muy tarde entonces para la persona que yo era,
para su sombra larguísima como los espejismos,
ni adulto ni ave sino individuo con poco derecho
y una marca en la frente ahora borrada con aire.
  

II

Amar es el verbo donde habita mi súplica,
amarillo espasmo en mi organismo de piedra
cuando despierta la nube de los acordeones
y, transformado, ando de travesía en travesía.

Es tu noche alta como el perfecto sinónimo,
tu rabia al pensar que mis pupilas te ofenden
yendo hasta otros ojos mi neblinoso epitafio,
tu loca bienvenida que abre mundos y puertas.

Porque la orquesta de las caricias semovientes
no tiene final, acaso un principio en el verano
entre hierba y adoquines de anécdotas gloriosas
o un piano con la garganta roja como el fuego.

A tu lado vivo hasta expandir mis sensaciones,
puerta de hierro cuya sombra es un bosque
donde escucho la oculta canción del animal
que ahora se esconde en nuestro eterno beso.


III


Gira el mundo sobre el coro de mis pasiones,
ahora dueñas de una diosa con pupilas claras.
Yo no sé si volveré a nacer ya, o si el ejemplo
de este amor surtirá en otros gracia y poderío.

Es la magia de alumbrar tus pies descalzos
en mitad de una noche de árboles caídos.
Es la capacidad de ser junto a otro alguien
sin que por eso cambie la esencia que corroe.

Sólo pido al tiempo tiempo y a la vida vida.
Un jarrón de agua sobre la chimenea de plata,
cerezas en primavera y jazz cada domingo.
Y poesía, obras como de gigantes perversos.

No es de nadie más este huracán que comparto.
Mi gracia es la del joven eternamente obnubilado
ya no sólo de tu aire, con aroma a mimosa,
sino de todo aquello que asumimos con sigilo.


IV

Tú duermes sobre la vastedad de mis brazos.
Tal vez mi estómago te otorgue llaves preciosas,
cubos con forma de reloj y otras habladurías.
Tú duermes sobre la vastedad de mi espíritu.

El cuarto está oscuro y el humo vuela según
las pautas de un dios que no alcanzo a tocar.
La gravedad está disuelta en este entorno sutil.
Hoy no he salido al sol como buen lagarto.

Resignificar, de eso trata el libro que aprendo.
Mezclar la flor con la espada, por el aroma a sangre
que ambos comparten. Unir respiración y fuego,
por el sublime matiz donde los dos sobreviven.

Hasta el final de mis días pienso sostenerte
en estos brazos que teclean una historia ganada.
Valerme de la posesión de tu enorme libertad.
Iluminar tu aliento, sendero de nubes y espejos.



V

Juraría haber visto tu loco pentagrama
de paso en la alcoba del arte y la furia.
Allí, lechuza preciosa, el universo pensaría
en cómo de amplio es el abrigo humano.

Alguien que vive para sus manos y un hombre
merece un futuro entramado con arterias de hierro.
Lavar los platos, llenar de verduras el plástico:
tareas inútiles para la mujer con alma de ninfa.

Observarte leer con tu pañuelo estampado.
Verte comer brócoli, zanahoria, pimientos.
Examinar tus tobillos, rodillas y hombros,
y hallar el grito al hundirme en tu pecho.

 Siempre me interrumpes con tu vocación
tierna, secreto tras secreto te siento aproximarte,
y el hastío que obligaba a mis días a ser
pasa ahora a convertirse en gozoso paraje.


VI

Antes de tu venida, yo disfrutaba en las calles
saludando a los mendigos y escribiendo sonetos.
Pero tus dominios han trepanado todo mi abismo,
y ahora soy un títere en tus labios de calabaza.

Jugar. He aprendido a jugar como lo hacía antes,
dándole la vuelta al sol de pasmo a mi criterio,
obrando con la creatividad del escritor deslumbrante,
materia incontestable ante la general vileza.

Incluso dormiremos en una buhardilla gigante,
amplio sofá de velas blancas y refrescos fríos,
dos tableros para la creatividad de los señuelos,
un colchón adornado con cojines de entretiempo.

Vocal a vocal, me voy durmiendo entre las rejas,
tabaco en tu mesilla, azúcar en mis dientes.
Jamás escaparé de este desorden inquieto y raro,
a no ser que mis travesuras vengan de tu idea.



VII

Siento que mi pasado se reformula, tan trémulo
como un hilo de lana en una honda tempestad,
los galeones cerca, la bala del cañón llegando
hasta mi corazón, semejante a una estampida.

Imposible efecto recuperar lo que he vivido.
No es posible enmendar los aciertos taciturnos
que me han llevado a ser quien soy en esta tarde,
 raciones que vienen y van de mesa a mesa.

Oráculo de cáncer o constelación hirviente,
mis deseos eran estos, los que hoy cumplo.
Veo cómo los hombres no dejan de fabular
 para sorprender a un mañana rico y poderoso.

Habito la humildad, mío es un acervo nuevo.
No olvido mi pasado como el amnésico
pero sí quiero alumbrar los días venideros
con una existencia completa, saga de virtudes.



VIII


Quiero ser la historia que dé principio a tu nombre,
el vals impertinente cuya sonrisa prevalezca
ante tu pasado interminable, un refrán tan sabio
como el molde del ambiguo pero primer océano.

Dormir en tus páginas de mármol magnético,
partituras de Oriente en tu clavija de cartel de cine
y un foco sobre tus huellas de oscura madera,
para que tus teclas resuenen en todas las galaxias.

Rojo vientre de escamas y branquias y panales
bajo dos ventanas desde las que sentir el frío
sin cristal que apague el roce de los pájaros,
silbido nocturno cuyas alas esconden un milagro.

No perderte. Ansiarte y devorar cada secreto
mientras siento enloquecer a mis silencios,
psicológico cisma de octavas y flores disecadas
en un hogar repleto de carteles y colores.


IX

No pienso esconder mis diarios indecisos
ni mis cábalas de segundo o tercer curso
acerca de los pensamientos que te ocultan,
porque no puedo mentirte ni llorando.

Esperaba del amor algo alto y circular,
una corriente extensa donde el aire brillara
como el agua de mi sangre extranjera
durante esas temporadas vivas de tristeza.

Pero la pasión revela la inquietud del desafío
y la norma se hace natural dentro de uno
hasta el instante en el que el beso se entrega
como algo más que una idea, pura verdad.

El futuro corre por mis venas nerviosas.
Mi imaginación, aquel arma celeste y total
que yo consideraba puerta y testamento,
es ahora la llave del misterio y la verdad.


X

Sólo tú sabes qué corre por tu pensamiento,
si cristal o vena santa, si mi cuerpo o mi alma
cuando la luz es lenta y retorcidos conocemos
la situación exacta que trata de envolvernos.

Quisiera vivir en tu cabeza, saber qué verdad
descansa en los entresijos de tus actos.
No hablo de poseerte, hablo de descubrirte
 entre las infinitas certezas que nos mueven.

Nada está supuesto cuando trato de llegar a ti,
conocedor de tu memoria y tu legado.
Evitar la nostalgia, como una mala nota
que pudiera hacernos eternos enemigos.

Te quiero tan presente, y pura, y verdadera
como la presencia constante cuya espada
lleva inscritas mis iniciales simplemente,
ahora y siempre, ahora y para siempre.


 ***

 ADÁN

 ***

No recuerdo el tubo blanco,
sí el azote,
pero no la invisible pupila amarilla,
el ahogo de la hierba
o la parafernalia del beso abrazado,
un médico orgulloso
con gafas y oxígeno,
hay tripas aquí afuera, y candor...

Vengo de la columna
distinguida
de aquel astro que, aburrido, duerme.

Es bella esta colcha
y adoro la sombra nocturna
escamoteando la panza de mi padre.
La bombilla está ciega
y él la observa sin riesgo a olvidarla.

El hospital está en lo alto del monte
y soy tan pequeño...
En otro cuarto, alguien
-intuyo-
cuenta un cuento a punto de llorar.

Ningún ruido lastima
la sinceridad del aire.
Es como si las calles
hubieran subido a un barco.

Los perros se esconden en la niebla.

El calor me abrasa la cintura
y me siento llevado como en un baile.
Me engatusa la semoviente clepsidra:
tiene el color de mi infancia.
(Quiero descubrirme, ¡entendedme!...)

Prefiero que me avergüencen mucho
antes que no ver.
Porque quiero respirar como la rama
o el caudal
en la noche cautiva
donde aguardan los fantasmas. Soy.
Me acompaña
el sabor de los límites.
Mi cabeza es un hechizo angustiado
por mi propio ángel.

El pecho late con deseo hacia el niño.
La cascada, fuente de la imaginación,
está al otro lado,
y ahora espera detenida mis palabras

Será mi madre,
mi madre virgen, y yo fui su regalo.